Para Eduardo de Gortari e Iván Ortega
Supongo que en vez del título que lleva este post debería llamarse: <<Autoconmiseración>>.
¿A qué me lleva todo ésto? Supongo que la actual situación de las cosas. Llevo días y días y más días sobre días preguntandome lo mismo: ¿Qué fue de aquél que era? ¿Qué sucedió con aquella persona que fui alguna vez y que en el camino dejé de ser para convertirme en algo así como una lata sin contenido, vacía sin haber agotado las posibilidades, simplemente evaporada por el descuido? Sí, joder, aquí cabe el vulgar lugar común: como una piedra rodante.
Pero en serio: ¿Qué sucedió con aquél que era?
Una pregunta que me hace recordar una gran novela de José Emilio Pacheco que muchos han leído y que seguro ya han de identificar. En nuestros primeros años siempre somos una promesa, siempre estamos en potencia, listos para realizarnos en el plano de inmanencia de la vida. Pero algo sucede, algo no esperado, algo no previsto. Y bien, terminamos en un lugar donde nunca creímos terminar. ¡La vida es maravillosa!
Me digo esto en medio de una crisis de casi un año sin escribir nada que tenga una pretensión infundadamente literaria. No hay nada de eso en mi vida ya. Simplemente hay borradores de borradores, notas al pie de página, un diario que no es un diario donde me encanta ejercer la autoconmiseración y sueños, sueños delirantes que son sólo eso: sueños. Fuera de eso, nada.
Intento a veces ejercer la escritura, pero siempre que comienzo me veo avocado a desechar todo lo que pueda salir del intento, considerandolo desde el inicio, una perdida de tiempo inútil, un producto desechable y estúpido. Obviamente no hay espacio para la confianza en uno mismo.
Apenas ayer, revisando un par de guías de estudio de mi época en el cch, me encontré con un par de papeles. Esos papeles reflejaban muy bien a aquella persona que fui en cierto tiempo. Reflejaban la apuesta y la inocencia que conlleva toda primera escritura. Está claro que sí hoy quisiera tratar de hacer lo mismo sería un grave error además una brutal falta de honestidad (aunque en sí, más que falta de honestidad, sería una ingenuidad brutal). Aunque esos primeros escritos fueran cursis, mal escritos, ingenuos y malos a secas, detecto un destello de energía singular en ellos. Hay algo que los hace más verdaderos que todo lo escrito posteriormente y con pleno uso de consciencia. Hace falta decir que daría mucho más por uno de esos feos y cursis poemillas que por el poema más logrado que haya llegado a escribir. Aunque nuestro amado maricón Oscar Wilde diga que toda mala poesía es sincera, yo preferiría esa mala poesía escrita en esos años a cualquier otra cosa.
También, las cartas. Y digo ésto, porque me doy cuenta de que lo único que puedo seguir escribiendo decentemente, son cartas. Pero las cartas no tienen valor literario alguno y menos las cartas que yo le escribo a los fantasmas. Así que es lo mismo que no escribir nada. Aunque últimamente, estoy seguro de haber escrito más páginas de cartas de las que puede tener cualquier intento de novela que haya escrito, para mi esas cartas no tienen sino un mero valor sentimental. No hay nada más en ellas sino la mera descripción de cómo aquella persona que era se ha convertido en un ente indefinido atravesado por la angustia y el desencanto. Extraño a la persona que era porque aún tenía esperanzas en algo, fuera el amor o la literatura.
Y está claro, que entre esos papeles que encontré estaba aquella primera carta que escribí como proyecto literario. Leerla me abruma de sobremanera. En esa carta, está resumido todo aquello que se perdió en mí. Por una parte, duele leer aquel proyecto tan lúcido y entusiasta que fui en algún momento y compararlo con la situación actual. Aquella primera carta también fue una carta a un fantasma, a uno de mis fantasmas más queridos en la vida y gracias a esa carta gané un pequeño premio que me brindó una alegría momentanea que es inolvidable, además de ser un puente para relacionarme con los que ahora son grandes amigos.
Hoy, a cuatro años de haberla escrito, celebro esa carta y celebro a la persona que era. No estoy totalmente arruinado como podría hacer pensar todo la bagatela anterior, pero está claro que ya nada volverá a ser como antes, tal y como dice una cursi canción de una banda infumable que prefiero olvidar. Y sin embargo, y recordando un gran poema de nuestra ya mencionada y tan querida loca JosemilioP: A todas partes vamos a no volver. Estamos por vez última en dondequiera.
La vida sigue su curso y ahora estoy aquí para no volver nunca más.
Les dejo mi carta. Espero la disfruten. Cambio y fuera desde las últimas regiones de la inmanencia:
Carta a Roberto Bolaño.
Querido Roberto Bolaño:
No sé como presentarme. No sabría hacerlo de una manera usual. En realidad no creo que sea necesario decir más que mí nombre y lo que soy: un lector empedernido, un joven valiente que desgasta su vista ante el filo de las letras y tiene como almohada un libro. Es por eso que te escribo esta carta.
Sé que ya no la leerás pues hace tiempo que te has ido, dejándonos con la incertidumbre de saber si existe aquel paraíso que imaginabas: <<Como Venecia… un lugar lleno de italianas e italianos. Un sitio que se usa y se desgasta y que sabe que nada perdura, ni el paraíso, y que eso al fin y al cabo no importa.>> Pero sabemos que el infierno existe y está en Ciudad Juárez, en Chile, en toda nuestra Latinoamérica y África; hasta en los lugares más profundos de nuestra memoria. Pero, ¿por qué escribir esta carta precisamente para ti? Porque te has convertido en un amigo, un amigo que no me deja en los momentos más duros de la vida, y porque me gusta escribirle cartas a mis amigos, sobre todo a aquellos con quienes tengo una buena correspondencia literaria.
Desde hace tiempo que te conozco de una manera velada por tus libros, no de la forma a la que podría conocer a ciertas personas. Sólo a aquellas que escriben y me muestran sus secretos y mentiras. Que te he conocido de una forma tal vez profunda, por tus libros, dónde se deja ver esa autobiografía mezclada con ficción. Esto sucedió una tarde a finales de noviembre del año 2005, cuando tus cenizas ya viajaban por el mar, cuando algunos decían que viajabas de regreso a tu patria. Patria, ¡qué gran mentira! Tú que siempre decías que tu única patria eran tus hijos, y en segundo plano algunos libros, escenas, calles y momentos que ahora ya has olvidado. Estas cosas que ahora sé de ti, —pocas cosas— que en ese momento en el cual caminaba por los pasillos de la biblioteca, desconocía. Recuerdo que yo iba en busca de un libro de William Burroughs, desconfiando de la presencia de todas esas hojas empolvadas que me rodeaban. No encontré el libro, pero como no podía irme sin leer algo, probé con uno rojo bastante ancho de la misma editorial que el otro, por lo que podía confiar en él. Qué tontería confiar en los libros de una sola editorial, ¿no? Al tomarlo y leer la reseña, no quedé del todo convencido, me imaginaba una novela de esas que son como píldoras para dormir: gigantes. Creí que eras uno de esos escritores oficiales, eruditos apolillados y de falsa exquisitez. Estupideces de un lector inexperto. Pero no era así. Despegué con las historia de un poeta visceral, confundido y desesperado, que sólo puede confiar ciegamente en la poesía justo cuando empieza su aventura. En ese momento no pude detener ya la lectura. No dude en pedir el libro prestado y hasta la una de la madrugada de ese día no pude despegar la vista de él, justo cuando terminé la primera parte. Los días siguientes fueron una batalla llena de sangre, heridas mortales y fetidez; una batalla que aguanté como podía y en apenas siete días termine las más de seiscientas páginas de aquel libro llamado Los detectives salvajes. Desde aquel día mi vida ya no podía ser la misma. Ya no más.
Roberto, te hubiera querido agradecer en persona el abrirme esa nueva ventana, pero sé que nunca sucederá. Te has estrellado hace tiempo después de caer en llamas. <<Te debemos un hígado, Bolaño>> diría Nicanor Parra a quien tanto admirabas. Quiero creer que te has reunido con Mario Santiago, que caminas junto a él en otra vida, que vuelves a tener un encuentro con Enrique Lihn, que te has matriculado en algún curso que imparte Pascal en el más allá, aunque tú nunca hayas creído en eso. Pero basta de cursilerías, de elogios innecesarios que no te habrían gustado. Hablemos de otras cosas, como de Sensini, ese cuento maravilloso de escritores al borde del abismo, escritores pieles roja en la caza de premios búfalo. Ese cuento que se basa en la figura de Antonio Di Benedetto, a quien tú encontraste un día en el mismo concurso de cuarta regional en que inscribiste un cuento. ¿Cómo era posible que un gran escritor como él estuviera participando en un concurso menor como ese? Increíble pero cierto: ahí estaba él, en un certamen dónde normalmente están los aprendices. Exiliado como tú por las incongruencias de ésta vida. Pobre Antonio, murió sin que se le reconociese como se debía, de vuelta en Argentina dónde lo habían apaleado. Como el propio Mario, que después de regresar a México lo marginaron y odiaron por expresar lo que sentía y creía. A quien hasta ahora, unos pocos empiezan a reconocer, sólo después de que ha muerto. Escritores exiliados aun en su propio país. Como también Enrique Lihn, en quien creo ver otra parte de la figura de Luis Antonio Sensini, pues fue con él que tuviste una gran correspondencia cuando vivías en esa casa en ruinas, de Gerona. Correspondencia que te ayudó a seguir adelante, que te dio un nuevo ánimo para seguir escribiendo justo cuando creías que eso de la literatura había sido olvidado. Esas cartas larguísimas y desafiantes de Lihn que se fueron haciendo usuales, correspondencia entre poetas. De este hecho que sale una anécdota, en la cual Enrique, al parecer, creó un premio ficticio sólo para dártelo a ti. Donde no había dinero ni nada, sólo Lihn diciendo que te habías ganado ese premio. Y tú creaste a ese inolvidable escritor en el que creo ver las figuras de Di Benedetto y Lihn fusionadas. Cartas a distancia, concursos de cuento, un hijo desaparecido, un escritor que muere en la miseria y el recuerdo de éste en los ojos de su hija. Con un gran humor y una gran crudeza, donde un cuento puede cambiar de nombre cuatro veces y ser enviado a diferentes concursos para probar suerte, sin que aquellos jurados: (—<<Esa buena gente que cree en la literatura, esos lectores puros y un poco forzados>>—) como diría Sensini, se den cuenta. Y que gana dos concursos tal vez por la influencia del título. Cuento que no habría tenido sentido, según tú, si no hubiera ganado el primer lugar del concurso al que lo inscribiste. ¡Qué ironía! Y en general todos los cuentos de Llamadas Telefonicas son maravillosos. Un licuado entre escritores desesperados, detectives y vidas tambaleantes. E incurro en el error de elogiarte, pero es imposible no hacerlo.
De no haberte leído no habría descubierto a Cortázar, Borges, Bioy Casares, Vallejo, Parra, Lihn, Roque Dalton, Efraín Huerta, Felisberto Hernandez, Arenas, Vargas Llosa, entre los latinoamericanos; a los simbolistas franceses, a los dadaístas y surrealistas, poetas del siglo de oro, poetas griegos y latinos, a los poetas de Hora Cero o el que fue tu propio grupo, los Infrarrealistas, con lo cual estaría sin conocer al gran poeta que es Mario Santiago, tu mejor amigo. Me pregunto cómo era la correspondencia que tenías con Mario. Un verdadero poeta maricón y valiente. Un poeta que estaba en el centro del desastre, en la furia de la tormenta de mierda sin temer a nada. Aquel poeta que considerabas único, el mejor poeta al que conociste en toda tu vida, en una noche ideal para Jack (el destripador), como dijo él, en Bucarelí, durante los años setenta.
Todo esto fue después de haber escapado del golpe militar en Chile, gracias a la ayuda de unos ex compañeros del colegio que te ayudaron a salir de la prisión. Después de eso vagaste por toda Latinoamérica, conociendo a los asesinos de Roque Dalton; conociste el frío y el hambre. Un viaje que hiciste para hacer la revolución, pero que sólo te sirvió para conocer la muerte más de cerca. Un viaje que verdaderamente te cambió la vida. Y volviste a México derrotado: habías perdido un país pero habías ganado un sueño. Regresaste a esta ciudad, un monstruo en crecimiento, dónde lo que ahora es Eje Central se conocía como la avenida Niño Perdido. Bucarelí sería el centro del ciclón, desde el café La Habana, tú y los poetas infrarrealistas se atreverían a violentar el stablishment de las letras mexicanas. Eras joven y apasionado, leías poesía con fervor, como loco, y trabajabas en la sección cultural de un periódico para ganarte la vida. Fumabas cigarrillos Balí que no existen más y te atrevías, junto con Santiago, a arruinar los recitales poéticos del mismo Octavio Paz. Pero un día, un incidente te obligó a dejar el país. Santiago se había ido antes y tú le seguiste, por un momento, el infrarealismo murió. Fuiste a España donde te quedaste a vivir por el resto de tu vida, pero también viajaste por gran parte de Europa y a África. Conviviste poco tiempo más con Santiago pero finalmente él tuvo que regresar. Viviste en Barcelona, Gerona y después, definitivamente en Blanes. El tiempo no te permitió volver nunca más a México.
Volviste en una ocasión a Chile, pero para ti no era lo mismo y tus sentimientos fueron encontrados. Un lugar que fue el infierno, un lugar en el que parecía que no pasaba nada. Los asesinos no fueron castigados. Sacudiste el mundo literario chileno; te ganaste muchos enemigos gratuitos y algunos cuantos buenos amigos. Pero para ti, Chile no era sino el lugar donde naciste. Te quedaste con ganas de volver a México, pero el temor a que tu pasado siguiera latente en la memoria de muchos, te lo impidió. Tu temor y tu enfermedad.
Y ahora no estás aquí. Tus hijos se han quedado con una gran ausencia, así como tus lectores. Ya no escribes más y seguimos leyendo todo lo que nos dejaste. Pero incurro en la repetición de cosas que tú sabias mejor, cosas que algunas veces te avergonzaban y otras te enorgullecían. Eras el mejor escritor de tu generación, y apenas nos damos cuenta. Me gustaría haber hablado de muchas cosas contigo. De todos esos escritores a los que tu querías tanto, y de todos aquellos a los que detestabas; tal vez haberte preguntado a qué se debía esto de tu filosofía como escritor, de tus amigos, de Herralde, de tus días en Gerona, de los wargames que te gustaban tanto. Hablar contigo de Lautaro y Alexandra, y de Carolina también. Muchas cosas, multitud de cosas.
Escuchar los consejos que un discípulo de Morrison, consejos que tal vez tomaría a la ligera, aunque emocionado de escucharlos de tu boca. Pero pasan los años, la enfermedad te venció y Dionisos sigue triunfante. Cuántas palabras no pudimos decir antes de tu muerte.
¿Cómo estarán Lautaro y Alexandra? Me pregunto como están ellos ahora. Lautaro ha de tener mi edad, ignoro la de Alexandra. Me gustaría hablar con él, saber como es tu hijo, saber que a pesar de tu muerte sigues ahí, con él. Sé que no responderás esta carta ni la leerás nunca, que mis palabras <<se las beberán los fantasmas>> como le dice Kafka a Milena. Sólo me queda de consuelo tus libros que uso como almohada: esas palabras que atesoro, pensar en las muchas cosas por leer… y la vida no es tan breve como pensamos. Que hay libros por leer y poemas por escribir. Yo soy un buen lector y un pésimo escritor. Pero la apuesta siempre es alta y lo único que queda es arriesgarse.
Tal vez exista ese “más allá”, un paraíso parecido a Venecia, dónde te has matriculado a algún curso de Pascal y caminas con Mario Santiago en ese lugar que se desgasta. Más allá de <<donde se alza la primera roca de la Costa Brava>>.