lunes, 21 de marzo de 2011

Sí, también yo he tenido mi visión...


Para Carlos Medina y Mauro Morales


Fue –si lo pienso, si lo recuerdo– cuando subí al microbús. Me despedí rápida, casi descortésmente de uno de mis mejores amigos en la calle Anacahuita, justo después de salir de casa de otro amigo en la que habíamos terminado la noche tras una larga borrachera. Apenas me senté en el primer asiento de la izquierda cuando el microbús dio vuelta en Eje Diez y entonces pude ver ese destello otra vez en la vida.

Habían pasado años desde que una sensación y experiencia similar no acontecía en mi vida. Por supuesto, no muchos años, pero esos años habían quedado atrás también junto con mi adolescencia y sabía que desde aquello, uno de esos momentos iba a ser muy difícil que se repitiera de nuevo.

Hablo de esas experiencias de la mañana siguiente a la borrachera, cuando uno se sube a un transporte de regreso a casa y el sol, en todo su esplendor, te golpea a la cara para recordarte qué es la vida. Experiencias que sólo se me habían permitido vivir en la adolescencia, cuando iba en el CCH Sur y tenía que salir corriendo lo más pronto de regreso al hogar para que no me dieran una regañada de aquellas.

Pero no por eso digo que no haya vuelto a vivir eso en tanto tiempo. Apenas dos semanas atrás había ido a la fiesta de un amigo de la facultad, Felipe Lanz y terminado en el depa del primo de Eduardo, Heber, totalmente solo y listo para aplicar la misma operación de siempre. Y con un sol casi igual de intenso.

Si esta experiencia, la de ese domingo, había sido una experiencia esencial en mucho tiempo, es porque desde hacia mucho no me sentía así de feliz, lúcido y crudo como cuando salía de esas fiestas ceceacheras. La luz parecía traspasar todo mi cuerpo y la visión de un mundo perdido se hacía presente ante mí, con los edificios de la Unidad Latinoamericana en primer plano y el valle de México como telón en ese pequeño tramo del eje diez que acaba en Copilco llamado avenida Pedro Enríquez Ureña.

Recordé entonces cuantas veces había sentido esa sensación singular después de una peda, cuando tras salir de algún lugar que podía ser conocido o desconocido, con la carga de la resaca a cuestas, me había sentido glorioso por sobrevivir y pasarla bien con un par de buenos amigos y desconocidos. Sin ir tan lejos: la última, probablemente la última vez que sentí esa sensación fue cuando salí a las seis de la mañana del departamento de mi amigo Carlos Medina Pedroza hacia mediados de 2008. Era su fiesta de despedida, al día siguiente partía hacia Canadá en busca de un trabajo que le había asegurado un amigo suyo. Era un viernes.

Como pude, estuve presente desde temprano aunque gran parte de la borrachera me la pasé inconciente tras haber fumado marihuana y tomado en exceso. Fue una grandísima borrachera, de la cual, pude aprovechar un par de destellos al inicio y al final. Cuando salí, cerca de las seis de la mañana junto con un amigo, nos dirigimos al paradero de Copilco caminando. Cuando llegamos ahí, me despedí de él y tome el pesero que iba hacia el CCH para tomar mi sabatino de matemáticas cuatro. De camino a la escuela empezó a amanecer.

A la inversa, pero ejerciendo la misma operación de la partida, yo estaba ahí, dentro del pesero, viendo ese panorama que violentaba a mis ojos y mi piel. La inmensa cascada de luz solar descendiendo hacia este mundo, llenándolo todo mientras el autobús avanza en dirección a Coyoacán. Ver las calles tan tranquilas, sin mucho transito vehicular a las doce del día, sentir que por unos momentos recuperas algo muy preciado que constituye parte de una visión.

Cuando entramos a Coyoacán por Carrillo Puerto esa visión intensificó su luminosidad. Ya no sólo era ese estallido de luminosidad incandescente sino que ahora los colores en las plazas Hidalgo y Centenario, los cientos de paseantes, la iglesia, los negocios y los jardines se extendían ante mi mirada saturada de esos estímulos maravillosos. Pocas veces he visto algo parecido o me ha parecido verlo. Todo tan vivo y en movimiento, tan fugaz y permanente a la vez. Y yo, tan destrozado físicamente por la resaca, pero con la lucidez para entender que eso estaba sucediendo ante mí y que tenía consciencia de ello.

Evocando mi infancia, tal vez, esa plaza no se ha mostrado así nunca más hasta ahora. Si bien, los puestos de artesanías han desaparecido, pocas veces le he podido dar un sentimiento de aprecio tan grande a ese lugar que más bien tiende a ser lugar de miserias en mi vida. Por primera vez, vi como el mercado relucía de vida y no estaba abandonado y cerrado, como usualmente lo miro cuando paso por las noches. No cabía duda de que era domingo y que mi domingo estaba empezando.

¿Cómo hubiera podido imaginar que eso se iba a mostrar ante mis ojos la noche anterior? No, no lo imaginaba, pero había elementos, señales que presagiaban esto. La felicidad de encontrarme de nuevo con mi amigo, Mauro Morales, también llamado afectuosamente por su banda como La Mari, y con otros viejos conocidos era ya de agradecerse. Y no sólo ellos, pues también, si bien al principio me parecieron un tanto hostiles (o como siempre fui yo el se vio hostil), los invitados de la fiesta al final resultaron generosos y fraternos.

Era el segundo (¿o tercero?) aniversario de la banda en donde Mauro toca la batería: Valivm. Y también el cumpleaños de un amigo de ellos. En la fiesta, pude recobrar cierta confianza, ciertas seguridades, aceptar hasta cierto punto la fuerza de ciertos deseos y dejarlas actuar como conviniera. Terminé platicando con la mamá del guitarrista, quien me dio una cátedra sobre la vida como suelen hacerlo todas las madres y con el primo de El Cobu, el anfitrión, que ya cuando el alcohol se había agotado, y todos estaban vencidos, empezó a contarme de los jales que tienen los miembros de La Familia en Michoacán. Una descripción pormenorizada de los usos y costumbres, de las formas de ser, de los negocios, de lo placeres que se dan y de su modus operandi en los ajustes de cuentas ya sea en Uruapan, Apatzingan, Pátzcuaro y otras plazas.

Aunque todo eso sonaba a típica conversación de desmadre, estaba claro que la truculencia de lo dicho no era un elemento para privilegiar el tono y la importancia de la narración. Todo eso sucede a cada momento y quién diría que acaso el asesinato, la extorsión, el tráfico y la brutalidad que se ejerce en Michoacán y otros lugares de país no constituye igual otra especie de visión para muchas personas de mi edad. Es algo terrible, pero no por ello menos verídico que lo que me sucede. Al final, cuando ya estaba amaneciendo, quedé dormido en el suelo de la habitación donde estábamos, tapado sólo por una cobija y con todo eso rondando por mi cabeza.

Cuando desperté apenas se insinuaba una tímida capa de la luminosidad que reinaba en el exterior. El cuarto, decorado con cartones para huevos –supongo que para amortiguar el ruido–, estaba casi en penumbras. La luz apenas se colaba por un boquete y la ventana estaba tapada por una gran bandera de México que, dada su distribución, tampoco permitía que entrara la iluminación necesaria. Todo parecía como si no hubiera salido del sueño a pesar de que no recuerdo ninguno de los sueños que tuve.

Pero volvamos a donde nos habíamos quedado. Yo estaba en ese autobús y mi retina se derretía ante la maravilla del mundo, reconfigurándose por el espejismo como si el tiempo también lo hiciera y yo volviera a tener diecisiete años. Pasamos por División del Norte para después llegar hasta Eje Central y dar vuelta en la primera calle que se encuentra después de Churubusco. De ahí, salto a otro recuerdo, otro recuerdo que me llega relacionado con todo eso. No recuerdo de dónde y de qué borrachera, de quién, yo regresaba. Pero cruce ese mismo camino y cuando me di cuenta estaba frente al metro Ermita. Aproximadamente eran las diez de la mañana y yo entré ahí. En el andén, estuve esperando un momento a que el metro pasara mientras veía el estacionamiento que está del lado de la avenida que va hacia el centro, viendo las palmeras que hay detrás de éste y el hotel de al lado. Llevaba los audífonos puestos y escuchaba música electrónica por la radio. Comencé a caminar hacia las escaleras y sí, ahora lo recuerdo casi con perfección, me dije que era miserable, pero que aún me aguardaban muchas cosas por vivir, que tenía diecisiete años y yo estaba ahí, esperando el metro para regresar a mi casa, escuchando una canción que me hacía recordar a la mujer que amaba y sentía que a pesar de la cruda, la vida valía la pena. Me esperaban más cosas por vivir y ahí estaba el sentido que me impedía aventarme a las vías. Miraba a la gente que iba bien arreglada hacia sus trabajos o de paseo y me comparaba con ellos; yo, que lucía desvelado, sucio y triste. Antes y después en mi vida, esa estación ha tenido una fuerte importancia. Supongo que mientras viva en la ciudad de México lo seguirá teniendo en un futuro.

Arribé al lugar señalado de nuevo. Al bajar del autobús, caminé al lado de los taxis que hacen base ahí y miré hacia el horizonte del sur de la ciudad. No cabía duda que la luz de ese domingo era mágica. O tal vez mi resaca exageraba la sensación de ello. He visto esa avenida miles de veces en mi vida, ha sido un referente de muchas vivencias y si pienso a la larga, es una de las cosas que extrañaré de este mundo. Poco antes, hacía junio de 2010, tuve otro de esos días donde todo parece una iluminación. Un día muy feliz, uno de esos días contados. Y un mes después la vida me sorprendió con lo que podría decir ha sido la época más feliz de mi vida. Y esa avenida volvió a jugar su papel. Sí, todo pareciera felicidad, pero después de esos meses de junio y julio todo ha sido infernal para mí. Pasé de vivir la etapa más feliz de mi vida para vivir la peor y más detestada. La soledad nunca es fácil de afrontar.

No mencionaré más al respecto. Está claro que en ese momento en que llegue al metro, me di cuenta de algo. El día no era así nada más por la sensación de la resaca; había otra cosa en el ambiente. Y sí, me tardé en dar cuenta: la primavera había comenzado. Fue entonces cuando me dije algo: sí, así era: sí, también yo he tenido mi visión. Recordé esas líneas de Sergio Pitol que traduce de Virginia Wolf. Sí, también yo había tenido mi visión. Y como tal, esa visión se desvanecería en un santiamén. Tal y como la nube en forma de hongo de una bomba atómica. Había que aprovechar el momento y después dejarlo pasar. Darme cuenta de todas las cosas que me rodeaban y los hechos que sucedían y conservarlo todo como si fuera una consigna a la que seguir.

Cuatro años después me encontraba en el mismo lugar, en el mismo estado, acaso en la misma estación del año y algo sucedió para que yo volviera a tener una revelación en medio de la miseria.

Sí, también yo he tenido mi visión.